terça-feira, 12 de junho de 2012

El Mate Amargo


Nosotros tambén tuvimos nuestro Adán criollo a quien Dios, de una costilla, le formó una Eva que le presentó como compañera.
Luego de la china le trajo el pingo, para la lidia del trabajo y la diversión del paseo e de las carreras; el pingo que no se presta, como la guitarra, que también le regaló para endulzar los pesares, para ensayar estilos, tristes  y vidalitas, donde volcar la poesía de su alma.
Más adelante, para defenderlo de la intemperie, le costruyó el rancho, en cuyo fogón asaría el churrasco para alimentarse.
Despues le trajo el perro vigilante y la alondra matinal de la calandria autóctona para, en la aurora, despertalo con su música desde la enramada.
Y el hombre con todos esos tesoros, aún parecía no estar contento.
Y Dios le perguntó:
-¿Qué te falta?
El paisano le contestó filosofando:
- Todo pasa, Tata Dios, menos el dolor... Mi mujer se puede ir con otro; habrá momentos en los cuales no tendré ganas de cantar; cuando sea viejo no montaré el pingo; el hijo hará rancho aparte, se puede alzar el perro, caerse la casa... Y a mí no me restaría un compañero. Un compañero para contarle despacio las penas, las tristezas de la vida; que me haga sentir su caliente mano de varón y que sea serio, callado y fiel.

***

Entonces Dios le regaló el mate amargo.

segunda-feira, 4 de junho de 2012

El Ombu


Díos repartía sus dones a los árboles y éstos se adelantaban a elegir atributos y bellezas.
Yo quiero ser fuerte, dijo el ñandubay, y fué más duro que la piedra,  más ressistente que el hierro.
Mi ideal es ser saludable, exclamó la anacahuita, y lo conseguió.
Al jacarandá le concedieron esa agilidad de verso temblante, lírica en la primavera cuando luce su penacho lila maravilloso.
El laurel reclámo hojas oscuras y lustrosas.
El espinillo se adornó con sus áureos pompones perfumados.
La pitanga y el guaviyú pidieron azucarados frutos. El ceibo se decoró de bellas flores rojas. El tala quiso rudeza india de nudos y espinas. El viraró, elegancia. El ñapinda avaro reclamó uñas. La aruera, un poder misterioso para castigar a los inciviles que no le rindieran homenaje. El paraíso, aroma. Y las tacuaras, esbeltas y musicales, solicitaron ser útiles para las picanas del trabajo y para arrancar una sonrisa de júbilo a los niños como armazón de la lumino cometa.
Después vino el Ombú.
Dios había agotados todos sus dones.
Algumos atinaron a hundirse en el río que los recibió amaroso.
El último, un cacique joven, fuerte y esbelto, que no pudo arrastrarse hasta el  agua salvadora y no quería caer vivo en manos de los intrusos, se alargó la herida que le abría el pecho y sacó su corazón arisco, rojo y libre, que se volvió un churrinche encendido y voló a refugiarse en el seno caliente delos bosques nativos.
Y ahí anda ese pajarito de fuego.
Agil. Solo. Silencioso.
No canta.
Quizá por no llorar.
Y como las sensitivas que cierran sus corolas al menor contacto extraño, él se muere si lo meten en una jaula.
Vuela rápido. Como una bola arrojadiza que llevara el haz de paja encendido, el fuego santo que florecía el incendio en la casa del intruso.
Se detiene en un árbol criollo y se dijere que lo florece.
Pero es un relámpago.
Ya se pierde en la espesura maternal ese corazón de charrúa con alas.