sábado, 21 de julho de 2012

El Abati (El Maíz)


El jovem mago indio, que era el curandero y el poeta de la tribu, alucinado por un sueño de belleza, olvidábase de curar los enfermos, de componer las canciones guerreras o de cantar los triunfos de la raza.
Soñaba con vírgenes esbeltas, de ojos verdes y de fino pelo de oro.
Realizaba viajes dilatados por extrañas comarcas, a través de meres y montañas, perseguiendo su ideal.
El quería ofrecer a sus gentes una belleza nueva e intentaba descubrir en el reino celeste y en la fauna y la flora elementos que tranformasen en realidad su quimera.
Pero sus hermanos no lo comprendían y exigían los cantos y las curas milagrosas.
No pudiendo conseguirlo, fueron a otra tribu a buscar un hechicero más poderose que el proprio, para destruir su locura.
El mago consultado le respondío:
-¡No hay poder humano ni divino que mate los sueños!... A menos que acabemos con él...
-Sea - aceptaron los emisarios -. De todas maneras, no nos sirve de nada.
El hechicero hizo un conjuro:
-Que se vuelva tierra.
Y así sucedío.
Pero su sueño inmortal pronto retoño en la larva aún confusa tras de la cual pugnaba por existir.
Esta ya tenía el cuerpo esbelto, una seda de cabellos dorados y en el estuche suave de sus frutos unos granos de oro que, fermentados, producían en los hombres una locura hermana del amor.

*** 

Pero el milagro mayor fué que los indios, con la planta nueva, encontraron un alimento en los granos del abatí, que también les rindió un licor - la chicha - alegre compañero de sus fiestas.
Entonces rehabilitaron al soñador, quien, dejado con vida, quizá qué maravilloso regalo les hubiera aportado!

quarta-feira, 4 de julho de 2012

El Churrinche


El indio - nuestro bisabuelo - era silencioso, áspero y heroico. Amaba su tierra como ama el espinillo que hunde en su seno la amorosa raíz y por eso la denfendío del intruso extranjero, con las bolas de piedra mora, con las flechas de urunday, con las lanzas de madera curada.
En su defensa se hizo centauro. No durmío. Cruzó ríos a nado. Sintío el morder del acero y la insiada del fuego traidor.
Pero no cedía.
Su bello cuerpo de bronce jalonó las cuchillas desde el Río como mar hasta el Cuareim y el Ibirá Poitá y no cayó una vez sino de frente y como un héroe.
Se metió en los bosques.
Ganó las sierras.
Sólo retrociedendo ante la furza terrible y ciega, combatió al ibero cruel y lucho contra el mestizo descastado y sin entrañas.
Su número mermó, con su coraje.
¡Los que restaban seguían encendiendo fogatas en los cerros y lanzando gritos de guerra!
Manos mercenarias asesinaron a los último, que no se rindieron.
Fué un rincón de río indígena, de monte espinoso y crudo.
La soldadesca le daba caza como fieras.
Fusilados, heridos, desangrados, se acababan...
Algunos atinaron a hundirse en el río padre que los recibío amoroso.
El último, un cacique joven, fuerte y esbelto, que no pudo arrastrarse hasta el agua salvadora y no quería caer vivo en manos de los intrusos, se alargó la herida que le abría el pecho y sacó su corazón arisco, rojo y libre, que volvió un churrinche de los bosques nativos.
Y ahí anda ese pajarito de fuego.
Agil. Solo Silencioso.
No canta.
Quizá por llorar.
Y como las sensitivas que cierran sus corolas al menor contacto extraño, él se muere si lo meten en una jaula.
Vuela rápido. Como una bola arrojadiza que llevara el haz de paja encendido, el fuego santo que florecía el incendio en la casa del intruso.
Se detiene en un árbol criollo y se dijera que lo florece.
Pero es un relámpago.
Ya se pierde en la espesura maternal ese corazón de charrúa con alas.